Un año más vuelve a ser 11 de marzo. En mi más humilde opinión, hace 18 años que España perdió la inocencia como país, jamás habíamos vivido algo así, ni pensábamos que nos podía suceder.
Cuando todo sucedió, los que perdieron un ser querido y el resto tuvimos que pasar por un período de duelo, un dolor inmenso que costó aceptar y superar, pero que afrontamos y aceptamos de más o menos buen grado. Los que no perdimos un ser querido o alguien cercano, pasamos por ese proceso sin que quedase una cicatriz muy grande, aunque cicatriz hay.
Todos los años, en este día suelo preguntar a los que están cerca de mí en el trabajo, a mis amigos los mismo: «tú, ¿dónde estabas ese día?, ¿Qué estabas haciendo?, ¿Cómo te enteraste?”
Esta situación, la pérdida de tantas vidas, me lleva a pensar que no podemos ocultar la enfermedad, la discapacidad, el dolor y la muerte a los niños. El ciclo de la vida está claro: nacer, crecer, reproducirse (o no) y morir. No les hacemos un gran favor si no les ayudamos a comprender que van a tener que pasar por la muerte de los que le rodean, incluidas las mascotas.
La muerte lleva unida de manera irremediable la tristeza que al igual de otras emociones, que llamamos negativas por esa necesidad de poner etiquetas a todo, son necesarias, adaptativas, ni buenas ni malas, son nuestras y, en este caso, nos llevan a reconocer cuando estamos alegres por oposición evidente. No podemos convertir este tipo de emociones en una bola inmensa que no pasa por ningún sitio.
Puesto que cada cosa tiene un nombre, está bien que llamemos así a la muerte. Nos puede suceder que el lenguaje que vamos a usar lo adaptemos al nivel de comprensión del niño -no olvidar que son más listos de lo que parecen- sin endulzar, sin ocultar.
Los cuentos con los que yo he trabajado la muerte con mis hijos son:

“El árbol de los recuerdos” de Britta Teckentrup, editado por Nubeocho. Un zorro ya mayor muere en el bosque, sus amigos le echan de menos desde el primer momento, sus recuerdos conseguirán que algo sorprendente suceda en el mismo lugar en el que zorro se tumbó antes de morir. ¿Por qué me gusta? Porque transmite la idea de que el recuerdo que se queda en el corazón de los que se quedan ayuda a transitar por el duelo.

“Para Siempre” de Camino García. Cuando uno muere, se ha ido para siempre. Lo que cambian son las explicaciones que se dan sobre hecho que da por finalizada la vida, su contraposición a la alegría y la necesidad del tiempo y de llorar cuando sea necesario para afrontarlo.

“El abuelo es una estrella” de Sacha Azcona. El protagonista es totalmente consciente de que su abuelo no está, se ha muerto, y cuando recuerda los momentos que pasó con él, los juegos, los momentos siente una inmensa tristeza. Por eso, pensar que brilla le reconforta a la vez que le ayuda a recordar.

Y, por último, quiero recomendaros “Vacío” de Anna Llenas, ya escribí sobre él en el blog, la entrada se llama Agujeros en el alma, la sensación de angustia que todos sentimos al ser conscientes de que algo nos falta -no hablo de cosas materiales- es como si no estuviéramos completos y lo buscamos por todos sitios, incluso en los no adecuados. Cuando somos conscientes de que forma parte de nosotros, todo mejora.
Tal vez sea bueno volver a los lugares en los que fuimos felices. Y preguntarnos sobre nuestra preferencia acerca de celebrar la vida o llorar la muerte. Yo respondí hace tiempo: celebrar la vida sin ninguna duda
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